20 años de The Wire: los caminos al básket

***CUIDADO, SPOILERS*** El 2 de junio de 2002, la decadencia llevaba tiempo incrustada en la existencia de Baltimore. Nada invitaba al optimismo en la ciudad, ...

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Por Fernando Mahía

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***CUIDADO, SPOILERS***

El 2 de junio de 2002, la decadencia llevaba tiempo incrustada en la existencia de Baltimore. Nada invitaba al optimismo en la ciudad, presa de tres décadas de war on drugs y desindustrialización, con un goteo constante de población, recién entrada en el trauma — y terapia de choque— post 11-S. Como mucho, existían los asideros: la vida en las esquinas, los Baltimore Ravens, el básquet. 

Todo siguió igual a partir del 2 de junio del 2002, salvo por el hecho de que el mundo entero empezó a poner a la ciudad y sus dramas en el mapa. Ese día, del que la pasada semana se cumplieron 20 años, se estrenó The Wire.

El retrato crudo, callejero, popular y negro que fue la serie de David Simon traspasó las fronteras de B-more para convertirse, con la urbe como protagonista, en el mejor fresco de los EEUU urbanos de principios del siglo XXI. Desde el gueto más olvidado hasta los despachos del downtown, todo tuvo cabida en un hito generacional. Donde ficción y realidad se encontraron. Donde, muchas veces, fue difícil discernir dónde comenzaba una y acababa la otra.

Obligada por ese origen de asfalto y esquina, The Wire no tuvo más opción que entrelazarse, también, con el básket. Porque si la serie de la HBO fue la novela que mejor versó las penurias de ese submundo, el deporte que lleva un siglo siendo su corazón tenía que tener una ventanita en el show.

1×09: Game Day

El momento es la primera temporada, capítulo nueve, y el título lo dice todo: Game Day. Los detectives Herc y Carver vigilan la calle desde una terraza al comienzo del episodio. Pero nadie camina por las aceras, no hay camellos trapicheando, siquiera adictos en busca de su dosis. En ese preciso momento, Carver saca una de las muchas frases geniales de la serie:

  • «Quizás hemos ganado».

Ni lo habían hecho ni lo hicieron nunca. Ocurría que se estaba jugando un partido de baloncesto a unas manzanas, y allá estaba todo el barrio. Para ver cómo el equipo de Avon Barksdale jugaba contra el de un Prop Joe. West Baltimore versus East Baltimore. Había piques en la cancha, entre los entrenadores, con el árbitro. En la cámara y, también, fuera de ella.

Quince años después y en un reportaje para The Sports Illustrated, David Simon seguía recordando Game Day con cariño: “Se sintió como algo orgánico con la ciudad […] La ciudad de Dunbar, Melo y el Viejo amor por los Bullets en el Civic Center”.

Porque tiene razón Simon en que Baltimore puede ser una de las ciudades no-NBA con más pedigrí baloncestístico. Estuvo en los orígenes de la liga con los Baltimore Bullets. Tuvo el que muchos consideran el mejor equipo de instituto de la historia, los míticos Dunbar High de 1982 y 1983, con tres futuras primeras rondas del draft: Muggsy Bogues, Reggie Lewis y Reggie Williams. Baltimore ha visto crecer a Carmelo Anthony y Rudy Gay, a Sam Cassell y Angel McCoughtry, a Will Barton y Juan Dixon y Keith Booth. Baltimore, en definitiva, es básket.

Y si The Wire es Baltimore, The Wire también tenía que ser básket para casi unirse a las mejores series de baloncesto de siempre.

El equipo de Avon Barksdale en Game Day estaba liderado por un nativo de la ciudad, Maurice Blanding, exjugador de Colorado State-Pueblo y de varias ligas europeas. Hacía lo propio con el equipo rival un tal Andre Silk Poole, leyenda del básket callejero local, protagonista de varios mixtapes de And-1. Y por ahí, en un partido que se cuenta fue más realidad que ficción, estaban otros nombres propios del baloncesto en la ciudad como Kwame Evans o Bino Ranson.

A todos esos jugadores tornados en actores solo se les pidió una cosa: que jugasen en serio. Hubo beefs, defensas a cuchillo, trash talking, básquet de verdad. Hubo público de verdad. Hasta los oooohs tras algún crossover fueron de verdad.

Maurice Blanding confesó que fue una imitación perfecta de muchos que jugó en su juventud, con gangsters del este y el oeste de Baltimore hacienda de mecenas en las ligas de verano de la ciudad. “Ese episodio mostró el baloncesto, su vida callejera, muy, muy cerca de lo que realmente era. Los hustler guys en los banquillos, los entrenadores, los jugadores […] Todo era tan verídico que hasta cierto punto me daba miedo. Me hizo sentir como si estuviese de nuevo jugando en aquellas ligas de verano”.

Hace unos años, en una magnífica entrevista para Jot Down, el baltimorean y ex del Real Madrid, Dontaye Draper, dejó otra frase para el recuerdo: “Es una serie. Claro que exageran una pizca. Esa es la cuestión: solo una pizca.”

Tras las cámaras

Pero los caminos al básquet también se trazaron fuera de lo que vimos en las pantallas, antes y después de aquel capítulo. Se dice que los partidos más competidos enfrentaron a los chicos de la cuarta temporada y a un equipo formado por Marlo (Jamie Hector), su secuaz Chris Partlow (Gbenga Akinnagbe) y el mismísimo Bubbles (Andre Royo). Este último, original del Bronx, era la fuerza decisiva en las victorias de los veteranos, una especie de Kawhi Leonard con ropas de homeless.

Lo mismo ocurrió en las carreras y vidas de los actores. Avon Barksdale, Wood Harris en la vida real, nació en otra patria basquetbolista como es Chicago y no pudo evitar entrar en piques, fuera de rodaje, con los jugadores del capítulo de Game Day. Años después, Harris pondría la voz en el documental de la ESPN sobre Benji, la estrella malograda del South Side de Chicago. Y, de hecho, su debut en el cine ya se había producido con una bola en las manos: en Above the Rim, haciendo de matón y jugón de instituto junto a Tupac Shakur. 

Michael B. Jordan, ahora más conocido por sus papeles como Creed o Killmonger, fue, antes que nada, el Wallace de la primera temporada de The Wire. Y después de jugar en su high school de California, después de ser la cara de muchos anuncios en la NBA —entre ellos, el de estas finales de 2022—, ha tenido como uno de sus últimos proyectos organizar un torneo de baloncesto entre HBCUs.

Las HBCUs (facultades y universidades históricamente negras, por sus siglas en inglés) son aquellos centros de educación superior que, antes de que la segregación fuese abolida en 1964, abrían sus puertas a estudiantes afroamericanos. Hoy en día, eventos como el de Michael B. Jordan, actuaciones de la propia NBA, o de instituciones públicas intentan, de alguna forma, poner ese trabajo en valor. Y es justo en el documental de una de las historias más sorprendentes acerca de un HBCU, la de la universidad de Coppin State en Baltimore, donde uno se puede reencontrar con Felicia Snoop Pearson.

Felicia Pearson, que utilizó su mote real en la serie, que fue reclutada en un bar de Baltimore por Michael K. Williams (Omar Little) para que probase a pasarse por el set, representa a la perfección esa dualidad The Wire entre realidad y ficción. Se crio en las calles pues sus padres estaban en la cárcel, allí acabó años después acusada de asesinato, se reconvirtió a actriz haciendo de ella misma, tuvo un nuevo paso tras las rejas y regresó al showbusiness hasta ponerle voz, en este 2022, a On & Coppin: el relato de cómo el equipo de esta humilde facultad de Baltimore llegó, en 1997, a eliminar a los favoritísimos South Carolina en el torneo de la NCAA.

¿Dónde acababa la ficción y dónde empezaba la realidad con Snoop? ¿Dónde con The Wire? Probablemente en ningún sitio, porque el único principio y fin, en la historia de Snoop, en la historia de la serie, fue un tipo llamado Omar Little. O Michael K. Williams. O como cada uno quiera llamarte.

¿Omar Little? ¿Michael K. Williams?

Personaje favorito de Obama, de David Simon, de casi todos; destinado en un principio a morir en la primera temporada pero con demasiado carisma para causar baja, ¿es posible hablar de The Wire sin hablar de Omar Little? ¿Es, siquiera, posible hablar de Michael K. Williams sin hablar de Omar? 

Para él no lo fue, y quizás eso fue el gran ladrillo en su mochila.

Michael K. Williams fue un niño nacido en los projects de Flatbush en Brooklyn que, como otros tantos, soñó con jugar al básquet y acabó participando en el macabro juego del gueto. Que varias veces volvió a su barrio para recordar “toda la violencia, y la ira, y las oportunidades perdidas, y la inocencia perdida, y los sueños robados”. Que siendo aficionado de los Knicks se hizo fanático de los Brooklyn Nets cuando, por fin, un equipo llegó a la NBA para representar a su patria chica. Que vivió una vida de sinsabores y que se peleó con las adicciones y que vio cómo le rajaron la cara dos veces en su 25 cumpleaños para dejarle una cicatriz de por vida y que ya por aquel entonces había sido acusado dos veces por robo de coches. Que tuvo su primer papel, también, con Tupac Shakur —en la película Bullet—, cuando este lo vio bailando en un vídeo de Madonna y consideró que pintaba lo suficientemente macarra para acompañarlo. Que no fue nadie en el mundo del cine hasta que fue Omar. Y eso se le hizo demasiado.

Como luego reconoció en numerosas entrevistas, Omar torturó a Michael K. Williams: “Decidí llevarlo [a Omar], como un traje de Spiderman […] en vez de hacer el trabajo de descubrir cómo ese personaje me podía hacer sentir mejor conmigo mismo, en vez de eso, lo utilicé en mi contra […]. Cuando se acabaron The Wire y el personaje de Omar, yo tenía cero herramientas, en el plano personal, para saber cómo dejarlo ir. No es que fuese por ahí robando a gente o haciendo estupideces del estilo, pero sí llevaba encima esa energía oscura de Omar. Él era un alma oscura y torturada”.

A Michael K. Williams todavía le llamaban Omar cuando se despertaba en casas del área metropolitana de Nueva York, drogado, de resaca, sin saber exactamente cómo había llegado hasta allí. Hasta que salvó su vida gracias a un pastor con su propio pasado criminal y un proyecto creado para sacar a personas del mismo agujero en el que él había caído. Hasta que Michael volvió a caer. Hasta que en 2021 murió por una dosis cortada con fentanilo, esa arma de destrucción masiva, 30 veces más potente que la heroína, y que a tantos está a tantos en los EEUU urbanos. 100 000 en solo un año.

Espíritu inmortal de la serie, cara de Omar Little, niño de Brooklyn que soñaba con la NBA y que acabó, por otros motivos, siendo una de las caras más reconocidas del Barclays Center. Muerto a los 55 años por otro veneno más que golpea la calle en EEUU. Le fue difícil discernir dónde acababa Omar Little y dónde empezaba Michael K. Williams, igual que nunca fue fácil explicar dónde empezaba la ficción, dónde la realidad, dónde The Wire.

20 años después de que nada cambiase en Baltimore salvo el mero hecho de que todos conocimos lo que sucedía en aquella esquina de EEUU, ahí sigue casi todo. Las esquinas, las drogas, el básquet, las series de David Simon. Falta Michael K. Williams, eso sí, que murió al estilo de Omar, asesinado por una realidad que ojalá fuese solo ficción. 

Como él mismo dijo: “It’s all in the game”.

 (Fotografía de Andrew H. Walker/Getty Images)


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