Las 95 luchas de Juan Toscano y los chicanos

Como la de cualquier país, la historia de EEUU es una lucha. Una pelea por la perspectiva, por cómo y qué se cuenta del pasado. ...

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Por Fernando Mahía

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Como la de cualquier país, la historia de EEUU es una lucha. Una pelea por la perspectiva, por cómo y qué se cuenta del pasado. Hay una parte que se repite a sí misma que el suyo ha sido un país blanco, obvio, pero capaz de integrar a todos en su melting pot. Es eso del excepcionalismo estadounidense, el sueño americano, la patria de los libres. Mientras, los que han tenido que integrarse —los que ya estaban allí antes, los que llegaron encadenados en barcos, los que no han tenido más remedio que inmigrar— han luchado por desdibujar esa historia blanca inmaculada. La han querido pintar de otros colores, de los suyos, para reclamar así su pedazo del relato.

Estos últimos EEUU son los de Juan Toscano (Oakland, California, 1992), único jugador de nacionalidad mexicana en la NBA, campeón hace unos meses con los Golden State Warriors, actual jugador de Los Ángeles Lakers. El país de los que luchan y han luchado toda su vida por un huequito. Por las oportunidades y por su supervivencia. Los EEUU de los que muchas veces, seguramente demasiadas, han luchado por nada.

Ahora, este alero de 1,98 metros, mitad afroamericano y mitad chicano, hijo de los barrios obreros del East Bay —la cara B de la Bahía de San Francisco, donde la vida bohemia se transmuta en sangre de barrio—, ha recogido el testigo de todos los que le precedieron por esas calles. Bill Rusell y Chelsea Gray, los Creedence y Tupac, Gary Payton y Jason Kidd. Su vecino y amigo Damian Lillard. «Admiro a Dame, es como un hermano mayor para mí. Lo que ha hecho en esta liga por él, por Oakland, por gente como yo.. verlo llegar a la NBA me inspiró».

Y en tal viaje por la identidad, por la dignidad, porta a la espalda un número, el 95, que explica muchas cosas en esta historia. Porque, con él, evoca el único lugar al que durante años pudo llamar casa, donde la ausencia de poesía ya auguraba un futuro con mucha lucha y poco brillo: el cruce de la Avenida 95th con la Calle A. En Elmhurst, East Oakland.

Las primeras luchas

Por si había dudas, la primera lucha le cogió bien pronto a Juan Toscano-Anderson: siendo todavía un proyecto, un proyecto de niña.

Era un día cualquiera de 1992 y East Oakland vivía presa de las guerras entre bandas. A la mañana, la hija del michoacano Macario Toscano, Patricia, supo que estaba embarazada. Una niña, le dijeron, felicitaciones. Vivía en la casa paterna de la Avenida 95th con la Calle A, esa que Macario había comprado al llegar de México. Patricia era joven, pero aquella iba a ser, ya, su segunda criatura. Y el futuro se nubló. Más cuando, a las tres semanas, su hermano pequeño, Juan, murió tiroteado a unas calles, en la Avenida 92nd. Pasó semanas sin salir de la cama. Cuando volvió al médico le dijeron que la niña ya no era tal, sino que era un niño. 

El parto se complicó, los doctores llegaron al punto en el que casi tienen que escoger entre la vida del niño o la madre, el drama estuvo otra vez a la vuelta de la avenida 95th. Pero todos lucharon. Patricia sobrevivió. Su hijo también. Y se supone que todavía con el recuerdo de su hermano que no lo hizo, lo llamó Juan. Juan Toscano.

A partir de ahí, la existencia de esa familia, más que convertirse en excepción, tal y como se cuenta en este reportaje de San Francisco Chronicle, siguió el camino determinado: el de una lucha constante, sin fin, por una vida digna. El de esos otros EEUU, que son muchos, para los que el sueño americano sigue siendo una patraña.

La suerte

Porque el salario de Patricia no era suficiente para mantener a sus hijos, y la familia marchó de piso en piso, de motel en casa de familiares, de albergues a la parte trasera de su coche. Fuera de esas cuatro paredes, o de las ventanillas del monovolumen que fue último refugio, el contexto tampoco era mejor. Familiares que morían en tiroteos, institutos que no eran lugares seguros. Y siempre, ahí, el regreso por unos días, por épocas, a la Avenida 95th con la Calle A, a la casa de Macario. Para encontrar un descanso, una salvaguarda. Un tiempo muerto en la lucha.

Producto de esos años, en esa misma historia del San Francisco Chronicle, Patricia Toscano deja una frase tan clarividente como escalofriante: “Siempre supe que [Juan] iba a ser una estadística, lo que me hace estar tan alegre es que haya sido una de las positivas”.

Y es que si Juan Toscano logró evitar el destino que tantos latinos y afroamericanos y blancos pobres en East Oakland no pudieron evitar, no fue solo por su trabajo, ni por el empeño de una madre, ni por la salvaguarda del abuelo. Porque muchos lo tuvieron, pero no lo consiguieron. Tampoco lo fue, o no solo, por las ganas, por el carácter, por sus condiciones atléticas, por el si-quieres-puedes. Porque muchos las tuvieron, y tampoco lo consiguieron. Si Juan Toscano llegó, si no se convirtió en una estadística negativa, fue por pura suerte.

Porque fortuna, o algo así, es lo que tuvo Juan Toscano cuando una profesora de su instituto, Willhemina Attles, esposa de una leyenda de los Golden State Warriors como Al Attles, conoció su situación familiar. Esta consiguió que pudiese acudir sin pagar a los campus de verano que los Warriors organizaban en Oakland. Allí, entrenándolo, estaba un tal Phil Handy, exjugador universitario que no pudo dar el salto a las ligas profesionales, aspirante a entrenador, otro hijo del East Bay en constante lucha.

Y Juan destacó. Y Phil le pilló la matrícula. Y el baloncesto, por suerte, apareció como salida para un chaval que destacó en el equipo del a AAU de los Oakland Rebels, en el instituto de Castro Valley. Que fue reclutado por la Universidad de Marquette. Que se licenció allí en criminología y que se fue ganando un sitio en el equipo de baloncesto hasta los 28 minutos por encuentro de su última temporada. 

La vida se había solucionado un poco, Juan había salido del atolladero. ¿Se podía haber acabado ahí la historia? Sí. ¿Lo hizo? Nah.

El espíritu chicano

Quizás, en ese momento, la lucha en la vida de Juan Toscano siguió porque solo podía haber seguido. Porque en la genética cultural de su pueblo, de los chicanos —ciudadanos estadounidenses de origen mexicano, la raza, esos a los que la frontera los cruzó hace menos de 200 años—, la vida no se entiende sin la lucha. 

Sucedió durante años, puede que todavía suceda hoy, que cuando una parte de los EEUU se narran a sí mismos la historia sobre California y su amada Costa Oeste, todo suena más a Sensación de Vivirque a Danny Trejo. Los relatos van de las películas del wild west de John Wayne al descubrimiento del oro, de un movimiento hippie que era blanco, a unos vigilantes de la playa que también, a una Sillicon Valley que todavía lo es más. Y entre unos y otros, ignorados, fuera de libros de texto y de ficción, desprestigiado su idioma y sus apellidos en la historia oficial, quedaban los latinos que, pese a todo, eran y son mayoría en esta parte del país. Los millones de personas de origen mexicano que han hecho que sin su cultura, su gastronomía y su forma de ver la vida no se pueda entender San Francisco, Denver, Los Ángeles, San Diego, Fresno, Sacramento, o Phoenix. Y que, para no quedarse al margen de la historia, lucharon.

Al principio, como siempre, hubo un mito: el del pistolero Joaquín Murrieta, inspiración para El Zorro, vengador de su familia ante los anglos que la vejaron allá en la fiebre del oro de California. Siguió un siglo después con Rodolfo Corky Gonzales y su Yo soy Joaquín, el poema épico creado en Denver en los revolucionarios 60, y que habla de héroes, pero llamados Pancho Villa, Emiliano Zapata, Benito Juárez. Ese fue el pistoletazo de salida para el movimiento chicano de los sesenta, para los Brown Berets —Panteras Negras a la mexicana— y otras organizaciones de Los Ángeles que, lideradas por Moctesuma Esparza, Vickie Castro, o Rosario Múñoz, se levantaron contra un sistema educativo que los dejaba de lado. Contra un estado que solo los quería para matarse en Vietnam. Fue, también, la lucha del sindicalista agrario Cesar Chavez a través de toda California. Es el comienzo de una lucha que llega hasta hoy con losdreamers.

Y por ello, con más de un siglo de lucha a sus espaldas, ¿iba a parar Juan Toscano? Pues no.

Tras la Universidad de Marquette, cuando ninguna franquicia lo eligió en el draft de la NBA, el de East Oakland inició su particular viaje de ida y regreso a la tierra supuestamente prometida de California. Era el verano de 2015 y cruzó la frontera para abrochar su primer contrato profesional en México, con los Soles de Mexicali. Tuvo un pequeño paso por Venezuela. Se asentó durante dos temporadas en Monterey, jugando para Fuerza Regia. Y ahí, su vida estabilizada, a Toscano se le apareció una prueba con el equipo de desarrollo de Golden State: los Santa Cruz Warriors. 

¿Perder dinero por el sueño de la NBA? Por qué no.

Pasó dos años en Santa Cruz y el 6 de febrero de 2020, finalizando el viaje que había comenzado años 28 años antes en la Avenida 95th con la Calle A, allá, a tan solo unas manzanas del viejo Oracle Arena, firmó su primer contrato profesional con los Golden State Warriors. Con ellos, dos años y pico después, ganaría el anillo de 2022. 

¿Con qué número lo hizo? Con el 95, cómo no.

Última parada: Los Angeles Lakers

Ese título, una reputación labrada como gregario abnegado, inteligente, le valió para ganarse en verano un contrato con Los Ángeles Lakers. Allá se reencontró con un tal Phil Handy, que recomendó su fichaje. Allá, a su llegada, se encontró con un mural que lo inmortalizó desde sus primeros días en LA.

https://twitter.com/deportesWRADIO/status/1561869326524723200

Así es cómo Juan Toscano, obrero del básquet, albañil entre megaestrellas, deportista comprometido, se convirtió desde el minuto uno en referente para la ciudad chicana por excelencia. Para la patria chica de Kid Frost, de Danny Trejo, de los Brown Berets. De tantos y tantas. 

El pasado miércoles 2 de noviembre, Día de los Muertos, después de disputar los primeros cuatro encuentros de la temporada y que una lesión lo mantuviese fuera los dos siguientes, Juan Toscano se quedó sin jugar en la victoria laker ante Nueva Orleáns. Trece minutos de media este curso, incluyendo menos de cuatro ante los Clippers el 9 de noviembre. Toscano tiene, otra vez, mucho camino por andar, por luchar.

Haga lo que haga, eso sí, será difícil que Juan Toscano mejore la estampa que siguió a la consecución del anillo con los Golden State Warriors el pasado mes de junio. A la espalda, portaba la bandera mexicana. En la camiseta, el número 95 de la casa de Macario. En algún lado del East Bay, la sonrisa de Wilhermina Attles, la profesora que se vistió de fortuna para que todo esto fuese posible Y así, en una imagen, dio otro brochazo para seguir pintarrajeando y deconstruyendo la historia, esa que nos han querido vender blanca, inmaculada, excepcional. Y que Juan Toscano, vaya si no, sabe que no es tan así.

(Fotografía de Ethan Miller/Getty Images)

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