La NBA y el baloncesto en general se han vuelto a enzarzar en un debate enfermizo y, además, poco relevante para el transcurso de los hechos. Los protagonistas de este choque opinativo a ambas orillas del Atlántico no podrían ser más dispares: Damian Lillard y Willy Hernangómez.
Tanto uno como otro son casos que dan pie al debate visceral por apelar directamente a la identidad del aficionado. No es usual en la NBA del siglo XXI que un jugador desarrolle un vínculo tan perfecto como el de Lillard con Portland. En este confluyen todos los aspectos que se pueden factorizar a la hora de adherir el nombre e imagen de un deportista a un equipo. A una ciudad. A una masa social.
Haber comenzado y desarrollado su carrera al completo en los Blazers. Sobrevivir a la fuga de talento y erigirse en líder dentro y fuera del campo para incontables jugadores que quedaron prendados y cobijados bajo su mando de mano izquierda. Ser un altavoz y un apoyo continuo para la comunidad del noroeste estadounidense que aún aqueja la marcha de los Supersonics. Aunque él venga de Oakland. Y, por supuesto, el talento. Tener el suficiente como para que el aficionado se sienta orgulloso de compartir camiseta con él. Hasta el punto de convertirle en “el mejor Blazer de siempre” para no poca gente.
Las palabras ¿se las lleva el viento?
En un mundo donde la palabra ha dejado de tener el peso de antaño, donde quien más quien menos es un Maquiavelo a escala, la lealtad que Lillard se ha encargado de proclamar hacia Portland una y otra vez de viva voz se cincelaba en piedra. Sobre todo, porque refrendaba esta con actos que suenan más alto que cualquier constructo lingüístico. Y todo esto, toda esa lealtad y dedicación a una franquicia, ciudad y afición, que no es otra cosa que el amor por las gentes que lo conforman; no deberían poder dilapidarse al calor de los hechos recientes.
Damian Lillard ha pedido salir de los Portland Trail Blazers después de once temporadas en ‘RIP City’. El proceso hasta el temido anuncio ha sido delicado. Se notaba en el cruce de filtraciones que jugador y franquicia se aprecian demasiado entre sí y que, sobre todo, ninguno de los dos quería ser el malo de la historia. Nunca es buen momento para recibir una noticia como esta. O lo que es lo mismo, que no existía forma de contener el torrente de opiniones vertido esta semana de ninguna forma. Si esta vez se ha utilizado el contrato de Jerami Grant como cabeza de turco, ya se habrían encontrado otros agravantes si la situación se hubiese dado en otro momento.
Sin embargo, esto queda en segundo plano ante lo selectivo de la petición de traspaso. Lillard no solo ha pedido que los Blazers busquen un intercambio que dé con sus huesos fuera de Oregón, sino que su única idea ahora mismo es acabar con las posaderas postradas en las playas de Miami. He aquí la pugna ideológica ¿Debería la franquicia facilitarle sus deseos al jugador como agradecimiento a pesar de hacer un peor negocio en consecuencia? ¿Se está aprovechando Lillard de si posición de poder como gran figura histórica para colmar sus caprichos?
Pues ni lo uno, ni lo otro. Estas son preguntas que siempre se plantean desde el lado del aficionado, del que entiende esto desde la pulsión vital por unos colores. Pero que rara vez se contestan desde un prisma que no sea el empresarial. Al final del día, el trabajador busca lo mejor para sus intereses entendiendo que se encuentra dentro de un estricto marco laboral que le ata a una entidad y a unas condiciones que le son ajenas. Las cuales sólo puede alterar gracias a la ventaja adquirida por demostrarse como un activo de gran valor durante más de una década. Y la franquicia tendrá en cuenta las preferencias de su jugador por lo que significa para su idiosincrasia, cultura e imagen, pero su actuación siempre tendrá como principal motor firmar el mejor intercambio posible para las actuales necesidades del equipo.
Los ojos se centrarán y las antorchas se alzarán por Lillard porque es la cara visible de todo este asunto. Pero resulta difícil no empatizar con sus circunstancias. Que ahora pida el traspaso no quiere decir que no sienta Portland como su casa o que sus declaraciones de amor eterno fuesen baladís ¿O acaso no habéis estado enamorados perdidamente de una persona que de un año a otro ha salido de vuestras vidas?
Sin la perspectiva del tiempo, es complicado que las opiniones vertidas no nazcan de las entrañas, pero cabría entender que toda la parafernalia montada a través de portavoces como Chris Haynes no son más que maniobras que buscan forzar la mano en un momento puntual y que, más pronto que tarde, quedarán en agua de borrajas. Precisamente los Blazers podrían retrotraerse al caso de Clyde Drexler, cuya salida a Houston se vio en su día con malos ojos, pero que el transcurso del tiempo reveló como un movimiento lógico dado el contexto de la leyenda blazer.
Pase lo que pase, las posiciones de ambas partes no son más que un punto de partida. Especialmente la de Lillard, que si acaba en cualquier sitio que no sea Miami, acabará ejerciendo como profesional que es ¿O nos hemos olvidado de cómo logró Toronto el único anillo de su historia? Por supuesto, si Dame acaba en los Heat, será porque Portland juzgue que el botín que reciben a cambio es suficiente para colmar sus querencias.
Bipolaridad en la Guerra Caliente
Llegamos pues al caso de Willy, diferente por cómo se concibe el deporte en el Viejo Continente. Donde la afición a un club generalmente se acerca mucho más al tuétano del aficionado que la profesada en Norteamérica. Para más inri, y como todo lo que involucra de una u otra manera a Real Madrid y FC Barcelona, el regreso del mayor de los Hernangómez a Europa se eleva a asunto de Estado en España. Esta disputa va mucho más allá del baloncesto y el deporte, confluyendo junto a la mayor religión del país (el fútbol) y enraizándose en asuntos políticos y sociológicos más rápidos de entender que de explicar. Willy se convierte hoy en símbolo arrojadizo de dos legiones condenadas a la gresca por el resto de la eternidad.
Pero centrando la mirada solo en el baloncesto, el ejercicio de odio que estos días se vierte sobre la figura de Willy (sin que aún exista nada oficial) desde un frente y el revanchismo que se arroja desde el contrario, están emponzoñados en una hipocresía a la que sólo hacer la vista gorda desde el más ciego de los sentimientos.
Siendo el sentimiento de pertenencia muy diferente entre la sección de fútbol y baloncesto, los que hoy tildan a Willy de traidor son los mismos que a la mínima pitan y piden la cabeza de algunas de las mayores leyendas del club al mínimo tropezón. Los mismos que atisban una micra de talento a mil kilómetros a la redonda y se preguntan cómo le quedaría la camiseta blanca sin sentir consideración alguna hacia el club el club al que el jugador pertenece. Idénticos a aquellos que aplauden que la entidad no se case con nadie y no tome decisiones por sentimentalismo, sino por mero rendimiento deportivo.
Hace unos días, Juan Jiménez publicó un magnífico reportaje en el Diario As sobre las cuentas y detalles del fichaje de Mirotic por el Barcelona. Destapando lo que durante años ha sido secreto a voces: Niko tenía como prioridad volver al Madrid. Pero, en una decisión lógica por el alto precio y por los problemas que hubiese supuesto en el vestuario madridista, los blancos decidieron dejarlo pasar. Pero esto nunca sirvió para aliviar la cascada de odio hacia el montenegrino. De la misma forma, el Real Madrid podría ahora mismo igualar la oferta del Barça para zanjar el regreso de Willy al equipo, pero la renovación de Tavares parece asunto de mayor gravedad. Con razón.
Dará igual cuáles hayan sido las circunstancias que lo acompañen, que si el pívot acaba vistiendo la camiseta azulgrana, los habituales no harán prisioneros. Al fin y al cabo, el deporte de masas no es mas que un canalizadle de emociones para el que siente un club como suyo. Y está bien que así sea, pero quizás en algún momento deberíamos dejar de hacernos trampas al solitario.
(Fotografía de portada de Amanda Loman/Getty Images)