Danny Ainge, el mormón que todo lo hace

El pasado 30 de mayo, los Celtics asaltaron Miami en todo un Game 7, Jason Tatum recibió el primer Trofeo Larry Bird y la franquicia ...

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Por Fernando Mahía

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El pasado 30 de mayo, los Celtics asaltaron Miami en todo un Game 7, Jason Tatum recibió el primer Trofeo Larry Bird y la franquicia puso rumbo a sus primeras finales NBA desde 2010. Mientras, en Utah, es de suponer que un tipo se alegró. Que con su pelo blanco, sonrisa algo ladeada y ese rostro que deja ver el paso de los años, Danny Ainge se tuvo que alegrar.

Porque la vida de Ainge, uno de los deportistas más multidisciplinares que se recuerdan, no se podría entender sin los Boston Celtics. Son las paradojas del destino y de los EEUU, donde todo se mueve: él, nativo de las praderas vírgenes del Far West, mormón practicante, se labró un nombre en una de las ciudades más católicas y más antiguas de la Costa Este.

Lo hizo desde que jugó en ella de 1981 a 1989, dos anillos de por medio junto a Larry Bird y compañía. Y, de nuevo, desde 2003 hasta 2021, convertido en el gestor de las operaciones de la franquicia. Responsable de juntar a Garnett, Pierce y Allen para el anillo de 2008. De atraer a los dos Jays que ahora sueñan con llevar un nuevo título a la ciudad.

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Todo ello ya daría para una biografía interesante. No obstante, el recorrido vital de Danny Ainge —que en diciembre de 2021 abrió un nuevo capítulo como CEO de los Utah Jazz— es tan profuso en detalles, tan diverso, tan polifacético, que los Celtics son solo un apartado. Uno muy importante, sin el que nada se puede explicar, pero uno solo.

All-American en todo lo que se propuso

A Daniel Ray Ainge (Eugene, Oregón, 1959) hubo tres elementos que lo marcaron de por vida: una hiperactividad diagnosticada muchos años después, sus capacidades innatas para el deporte y la profunda moralidad inculcada por la religión mormona, practicada por su familia.

Puede que fuese lo primero, el TDAH, lo que llevó a lo segundo, el convertirse en un factótum del deporte. Porque en el North Eugene High School, allá, a 100 kilómetros del Océano Pacífico, Danny Ainge jugó a todo, y todo lo hizo bien. Logró así un récord que todavía no ha sido alcanzado por nadie: ser All-American —el reconocimiento otorgado a los mejores jugadores de instituto del país— en tres deportes diferentes. 

Lo fue en baloncesto, disciplina en la que llevó a su centro a dos campeonatos estatales de Oregón. Lo fue en fútbol americano, hasta el punto de ser considerado uno de los mejores wide receivers de instituto en todo el país. Lo fue, pues no por nada acabaría por ser profesional con un bate en las manos, en béisbol. Y como contaba un reportaje de Sports Illustrated en 1979, lo debía ser hasta en el golf, actividad que practicaba para relajarse.

Todas las universidades de Oregón se pelearon por sumar tamaño atleta a sus rosters. Era una joya, el jugador al que había que reclutar, fuese para el equipo que fuese. Baloncesto, fútbol americano, qué más daba. Ainge, sin embargo, tomó una dirección inesperada. Se marchó a la Universidad de Brigham Young, a Utah, para jugar al básquet. A un programa de nivel medio, discreto, que contaba sus apariciones entre los mejores de la NCAA con la palma de la mano.

La decisión solo la puede explicar el tercer factor que marcó su vida: la fe mormona.

La fe mormona

La religión de los mormones es curiosa. De hecho, de no ser porque ha tenido éxito, muchísimo éxito, tantísimo éxito que hasta tienen un estado para sí, se podría decir que tiene cierta pinta de secta. Aunque quizás eso es todo lo que diferencia a una secta de una religión: el hecho de que la apuesta salga bien.

La apuesta de los mormones, o más bien la de Joseph Smith, comenzó en 1830. Smith publicó en ese año El Libro del Mormón, la traducción de unas supuestas planchas milenarias que encontró cerca de su casa, allá en el estado de Nueva York, gracias a la intermediación de un ángel. Basándose en ellas, fundó una restauración protestante del cristianismo, el cual entendía que se había apartado de sus orígenes. La misión fue un éxito, sumido el país como estaba en una época de fervor religioso y creyente. Los fieles se le acumularon en la plaza y nació lo que acabaría por ser la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. O, en pocas palabras, la iglesia mormona.

Joseph Smith y sus fieles iniciaron ahí la búsqueda de una nueva casa. Ohio, Missouri, Illinois. Estallaron los conflictos con las poblaciones locales, Joseph Smith fue asesinado, el nuevo líder de la iglesia, Brigham Young, llamó a un nuevo exilio. Y en esos EEUU primigenios que se expandían hacia el oeste, cansado de las peleas con todo quisqui, Young decidió que su tierra prometida estaría en el lugar más desolado, menos atractivo, más inhóspito. Un sitio en el que pudiesen dar rienda suelta a su visión del mundo.

Un lago salado en medio de una zona desértica rodeada por las Montañas Rocosas parecía una buena opción. Y nació Salt Lake City, actual capital de Utah.

Desde entonces, Utah ha sido el país de los mormones, un territorio controlado por sus feligreses. Muchos de ellos se expandieron hacia el estado limítrofe de Idaho. Algunos incluso más allá, hasta la Costa del Pacífico. Hasta lugares como Eugene, Oregón. 

Desde allí, en 1977, el mormón Danny Ainge hizo las maletas para marcharse a la Universidad de Brigham Young University, en Provo, Utah. Al centro por excelencia de su tierra madre.

Ídolo en Brigham Young, profesional en la MLB

Por lo que sea, la Universidad de Brigham Young no suele contar con atletas de primerísimo nivel. Puede que tenga que ver con un código moral un pelín desnortado y retrógrado y ultraconservador, producto de ser la universidad mormona. En BYU, cualquier cosa que no sea ser heterosexual, por ponerlo suave, te puede complicar la vida. Y no solo eso: Brandon Davies, actual jugador del Barça, fue expulsado en su momento de BYU por haber mantenido relaciones sexuales prematrimoniales.

“Ha sido una sorpresa para todos”, afirmó el entrenador de los Cougars al respecto del affaire Brandon Davies. Tremenda sorpresa, la verdad es que sí.

Esas particularidades a la hora de atraer jugadores a su campus hizo que, en 1979, la llegada de un jugador del nivel de Danny Ainge supusiese toda una revolución. Su cuarto y último año todavía está considerado como el mejor en la historia de BYU. Ainge se llevó en la 1980-81 el John Wooden Award, premio al mejor jugador de la NCAA. El equipo llegó a las puertas de la Final Four, meta que nunca ha vuelto a alcanzar. Y lo hizo con una bandeja para el recuerdo del de Eugene ante Notre Dame.

Cosas de su polivalencia, durante los veranos de descanso en la NCAA, Ainge se aprovechó de una ley universitaria para poder ser profesional, a la vez, en béisbol. Tras pasar por el draft amateur de 1977, debutó en 1979 en las major leagues con los Toronto Blue Jays. Allí todavía es el segundo jugador más joven de la historia de la franquicia en batear un home run y uno de los 13 deportistas —y Michael Jordan no es uno de ellos— en ser profesional en la MLB y la NBA.

Hasta Rudy Gobert

Porque una vez tuvo que escoger entre el profesionalismo en el baloncesto o el béisbol, Ainge se quedó con la NBA. Fue escogido en la segunda ronda del draft de 1981 por los Boston Celtics de Larry Bird, Kevin McHale y Robert Parrish, y se convirtió en pieza de valor para los anillos de 1984 y 1986. 

Buen tirador, pillo e inteligente, duro y que nunca escapaba en el combate, el de Oregón acumuló el respeto de compañeros y rivales, incluso de un Michael Jordan con el que siempre cruzó su destino. Primero con un partido de golf previo a la exhibición de Jordan en 1986, con sus míticos 63 puntos en el Boston Garden. Luego, cuando tras el paso por los Kings en su mejor temporada individual, Ainge se fue a Portland para acabar perdiendo la final de la NBA ante, quién si no, la pesadilla noventera de tantos: MJ. La misma que se cruzaría en su camino, otra vez en unas finales NBA, cuando jugaba para los Phoenix Suns de Charles Barkley.

Danny Ainge pasó a los banquillos en 1996 y llevó a los Phoenix Suns de Jason Kidd a los playoff en dos ocasiones. Juntó en 2008 al Big Three de Boston desde los despachos para ganar el anillo y el premio de Ejecutivo del Año. Unió a Jaylen Brown y Jayson Tatum en los nuevos Celtics. Y parecía, por unos meses de 2021, que lo había hecho todo ya. Que, tras nombrar a Brad Stevens como su relevo, la hiperactividad de años por fin se había frenado. 

No ha sido así. Desde hace unos meses, el mormón más polivalente ejerce de CEO de unos Utah Jazz necesitados de liderazgo. Fuese o no su decisión, el terremoto se inició con él a bordo: Rudy Gobert se marchó hace unas semanas a Minnesota tras nueve años en Salt Lake City.

No lo tiene fácil Danny Ainge para llevar un anillo a tierra mormona. Como bien planteó Brigham Young en su momento, Utah se mantiene como un mercado poco atractivo, de difícil seducción, entre tanto desierto, tanta montaña y tanta estricta moralidad. Lo único seguro es que el hijo pródigo de su baloncesto hará lo que sea por conseguirlo. 

Baloncestista, bateador, wide receiver, golfista, celtic ochentero, uno de los pocos que no se arrugaba ante Jordan, entrenador, directivo con anillo e incluso obispo mormón con su propia congregación en Massachussets, Danny Ainge se ha buscado una nueva tarea. 

Esto, como lo de Brandon Davies, no debería ser sorpresa para nadie.

(Fotografía de Todd Warshaw /Allsport)

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